La escultura en mi vida

Nací el 5 de junio de 1980 en Barcelona, ciudad en la que viví hasta los catorce años. En el ’94 mi familia y yo nos mudamos a una urbanización de Arenys de Munt, donde actualmente tengo mi taller y el espacio ideal para poder crear con total libertad.

Desde que empecé Bellas Artes, como aquel que dice por casualidad, la escultura se ha convertido en mi vida y mi pasión. Y digo “por casualidad” porque al empezar la carrera universitaria escogí Licenciatura Química. Tenía clarísimo que me dedicaría a la investigación en Bioquímica, quería entender el origen de la vida, de las emociones, los sentimientos, etc. Quería, por ejemplo, poder explicarme qué reacción se generaba en mi cerebro cuando me enamoraba, o cuál se producía cada vez que algo me irritaba. Ansiaba entender la “esencia de las cosas” y esperaba encontrar la respuesta en el estudio de lo más pequeño. Sin embargo, y como suele pasar a menudo, la vida da giros inesperados y lo que tenía tan claro dejó de estarlo de repente. C’est la vie, dicen por ahí…

En Química conocí a Neus. Su novio Jordi estaba haciendo Bellas Artes e INEF a la vez y una mañana fuimos a visitarlo. Esa fue una de las experiencias que cambiarían mi vida. Aún recuerdo la sensación que me produjo entrar en aquella facultad tan diferente a la mía: el Sant Jordi de la entrada, guardián de las Bellas Artes; el fresco del hall; el olor a pintura y a carboncillo; el ambiente creativo y bohemio que se respiraba… Cuando hablaba antes de las reacciones químicas que se producían cuando me enamoraba, al entrar en esa clase de dibujo me pasó algo parecido. “¡Qué envidia!” le dije. Y él me sugirió que yo también podía hacer lo mismo: compaginar Química y Bellas Artes. Jamás me había planteado algo así, pero tampoco me parecía tan descabellado, podría matricularme y hacer Bellas Artes como hobby. El Cap d’estudis, sin embargo, no lo veía tan claro. Según su lógica, al no haber ido yo a ninguna academia ni bachillerato artístico no tenía las bases para empezar esa carrera universitaria. Pero en Bellas Artes muchas veces la lógica es la de los locos: la intuición, y la mía me decía que debía matricularme sí o sí, de modo que me apunté a la prueba de acceso, que constaba de dos partes. La primera, por la mañana, era técnica y especialidad libres, es decir, podía hacer escultura, pintura o dibujo y yo escogí hacer un busto en arcilla roja. Por la tarde teníamos que dibujar un bodegón en monocromo. Una semana antes de examinarme Jordi me había dado cuatro consejos para afrontar esta segunda parte. Recuerdo que dejé mucho espacio del papel sin utilizar (un fallo que más tarde me corregirían en clase), pero yo salí bastante satisfecho de ambas pruebas.

Cuando recibí el veredicto la decepción fue brutal: NO APTO. ¡Al final resultaría que el Cap d’estudis tenía razón! Pero la razón y la lógica, que son primas hermanas, en Bellas Artes pintan poco, así que rellené una instancia para solicitar una revisión de examen. En ese folio vomité mi alma y el comité que la recibió debió vibrar con mis palabras (o simplemente pensarían “ya se estrellará”, quién sabe). El caso es que cuando llamé al cabo de unos días la secretaria del centro me felicitó “Enhorabuena, señor Pruñonosa, tiene un APTO. Normalmente el jurado no cambia su decisión”. Fue una de las mayores alegrías de mi vida.

Los tres años siguientes compaginaría Química por la mañana y Bellas Artes por la tarde, pero a medida que me empapaba más del Arte mi interés por la Química se desvanecía. El punto de inflexión fue cuando cursé una asignatura con Josep Salvadó Jassans (más conocido como Jassans). “Retrato escultórico” se llamaba y la disfruté tanto que decidí abandonar las ciencias para dedicarme de pleno a la escultura. Ya no sabría qué reacciones químicas se producían en mi cerebro cuando me enamoraba, ni entendería qué es lo que nos diferencia a nivel molecular a los seres vivos de los inertes. Dejaría de ser un estudioso de ese fenómeno llamado “vida” y empezaría a disfrutarla como nunca.

Por suerte para mí, he nacido en una familia en la que siempre ha reinado la comprensión, el respeto y el amor. El apoyo que he tenido tanto de mis padres como de mis hermanos ha sido y sigue siendo un puntal en mi día a día. Cuando llegó el momento de exponerles que iba a dejar Química jamás se opusieron. Mi padre sólo me preguntó si estaba seguro, y como lo estaba completamente me dijo que adelante. En cuanto a mi madre, de jovencita quiso ser diseñadora de moda, pero mis abuelos la obligaron “por su bien” a trabajar en una carnicería, oficio que mantuvo largos años. El hecho de que yo esté luchando por vivir coherentemente de mi pasión es para ella un triunfo. “Hasta que se demuestre lo contrario, vidas sólo hay una, y pasa rápido”, suele decirme.

Mientras estudiaba estuve trabajando en varias cosas para pagarme la carrera. Trabajos que nada tenían que ver con lo mío pero que me aportaron experiencias vitales que hoy en día forman parte de mi persona. Haber trabajado como camillero en el Hospital Comarcal de Blanes, por ejemplo, me puso cara a cara con la fragilidad y a la vez la enorme capacidad de recuperación y auto superación del ser humano. Escenas de la humanidad más pura las viví en aquel lugar: ayudar a volver a caminar a alguien recién operado o contemplar la alegría de los padres en la planta de maternidad despertaban en mí una paz interior adictiva. Lo malo, tener que presenciar también el lado amargo de la existencia: las despedidas de seres amados, muchas veces ya avisadas, pero otras tantas repentinas y a traición. Recuerdo de manera especialmente triste un sábado por la mañana que entraba yo a trabajar. Justo delante del hospital había habido un accidente de moto: un chaval de veintiún años que quiso adelantar donde no debía se empotró contra un coche. A pesar de llevar caso, la fractura en la base craneal le produjo la muerte sin remedio. Urgencias era una locura esa mañana, todo el mundo corría para intentar salvar la vida de ese chico que aún llevaba los pantalones de camarero. La familia estaba a punto de llegar y ya nada se podía hacer por él, simplemente limpiarle la sangre para que su última imagen resultase menos dolorosa, si es que eso era posible... Los que se van siempre se llevan la mejor parte, la peor es para los que se quedan. Cuando entraron los padres se me desmoronó el mundo. La madre estaba con un ataque de ansiedad y tuvo que ir a una sala aparte. El padre, llorando, abrazaba a su hijo y le decía “ya está, hijo mío. Ya has hecho todo lo que tenías que hacer en esta vida” (esas palabras se me clavaron en el corazón). A pesar de que han pasado tantos años, recordar aquello aún me hace llorar.

En cierto modo, una ligera sensación de vergüenza o incomodidad me dice que quizá esta última experiencia no debería incluirla en el texto, que debería explicar sólo lo puramente profesional referente a la escultura. Esa es la parte racional de la que muchas veces quiero escapar. Lo racional es útil para las ciencias, pero mi vida hace tiempo que ya no gira entorno a ellas. Además, me resulta casi imposible dividir entre “lo profesional” y “lo personal”, ya que todo forma parte de lo mismo en mi día a día. Así, siendo esto una pequeña autobiografía quiero desnudar mi alma para explicar por qué hago lo que hago y de la manera que lo hago.

En mis esculturas me gusta transmitir una idea o una pequeña historia. Hay quien defiende que el Arte no debe ser político ni tener mensaje alguno, que es suficiente “el Arte por el Arte” y la búsqueda de la belleza como meta última. Pero, ¿qué es el Arte si no que pensamiento humano condensado? Desde mi humilde punto de vista el artista, como ser humano que es, no puede apartarse de sus propios pensamientos y sensaciones. La belleza es una interpretación humana ligada a diferentes cánones y estereotipos que varían con el tiempo, así que intento escapar de su dictadura y buscar aquello que a mí personalmente me hace vibrar. No pretendo hallar una belleza universal, pues muchas veces si ese es el objetivo final la pieza aparece artificial y forzada.

Al dedicar mi vida a la escultura he aprendido a observar detalles que antes me pasaban desapercibidos y me he vuelto mucho más analítico en otros campos, aunque sigo igual de despistado en aquello que no me interesa. Así, también he aprendido que lo más importante en nuestras vidas solemos tenerlo delante de las narices y muchas veces ni nos damos cuenta. Creo que hay que pararse de vez en cuando, observar a nuestro alrededor y saber agradecer la belleza de lo que nos rodea. Como dijo alguien mucho más sabio que yo “cada uno debe ser su propio maestro”, estar atento a la vida, absorber experiencias y más experiencias que vayan modelando nuestras personas.